Antonio Prats-Ventós.  Boceto

Por Antonio Prats-Ventós

“Estos son bocetos escritos como anotaciones para un libro testimonio de recuerdos de un exilio. Tendré que consultar y trabajar en ello pronto porque quedan pocos testigos de esta época. Algunos hicimos de la República Dominicana nuestra segunda patria y nos integramos haciendo familia y obra y, de una manera u otra, considero interesante saber qué sucedió.

En los años 1939 y 1940 llegamos a la República Dominicana entre cuatro a cinco mil refugiados de la guerra civil española procedentes, la mayoría, de campos de concentración en Francia. Sobrevivientes de una lucha cruel, víctimas de una situación adversa para los que creíamos en la libertad y la justicia. Fue paradójico el hecho de que, mientras las democracias –salvo México- nos negaban refugio, una dictadura terrible como la de Trujillo nos acogiera por razones que no viene al caso tratar ahora.

El pueblo dominicano nos recibió con gran cariño, algo que después de una guerra y el horror de los campos de concentración, resultaba para nosotros una agradable experiencia nueva.

En el encuentro de dos formas de ser distintas, españoles traumatizados y dominicanos sufriendo una terrible dictadura, prevaleció siempre el afecto, el cariño y el respeto… y, ¡por qué no?, las sorpresas de hábitos y costumbres diferentes. 

Hay que hurgar en la memoria de cosas que pasaron hace sesenta años, -yo era un niño de catorce- y en tanto tiempo, se borran los matices y sólo quedan las ideas fijas grabadas del pasado.

Recuerdo que por razones de falta de espacio en las habitaciones alquiladas y el terrible calor al que no estábamos acostumbrados los refugiados, nos reuníamos a la sombra de los árboles en los parques y, a las doce, cuando sonaba la sirena de los bomberos anunciando el medio día –costumbre que ya se ha perdido-, todos los españoles, especialmente los niños y las mujeres, salían corriendo a guarecerse. Tuvimos que explicar a los dominicanos que, de donde veníamos, esto era aviso de bombardeos.

Los hábitos, especialmente los del miedo, tardan mucho en desaparecer.

Sorprendió también la falta de docilidad obligada de los españoles. Nos negábamos, y a veces, violentamente, cuando la policía hacía razzias pidiendo la cédula y quería llevarnos presos.

Nuestras mujeres, no usaban medias y, los hombres, usaban sandalias, imperdonables actitudes en el “status” de aquel tiempo.

Éramos noctámbulos en extensas reuniones en los parques hablando, claro está, de política española. Insistíamos en entrar en los cines sin saco y corbata, obligatorio en aquel entonces y nuestros hábitos gastronómicos eran completamente diferentes, marcadamente, cuando se trataba de comer plátano, yuca, ñame, yautía, etc, etc.

Los muchachos ayudábamos a los pescadores a sacar las redes en la playa de El Placer de los Estudios, lo que se hacía por la mañana y por la tarde. Cuando sacaban las redes, nos regalaban las langostas, los pulpos y los cangrejos y todo lo que no fuera chillo, carite o mero. Nos decían: “Españita (España eran los adultos), llévate estos “pájaros”. Nos sorprendía que a los peces y mariscos les llamaran “pájaros”.

Entre los intelectuales dominicanos y los españoles, hubo gran afinidad y pronto se fueron creando instituciones culturales que todavía hoy tienen trascendencia en nuestra sociedad como la Orquesta Sinfónica Nacional, la Escuela de Bellas Artes, el Instituto Cartográfico y otras más.

Con los cuatro mil españoles que llegaron llamados generalmente refugiados, vinieron todas las tendencias políticas, rabiosamente políticas del lado republicano y, todos montaron casa aparte. Se editaban periódicos –hasta en catalán-. Se hicieron centros con apariencias culturales, cubriendo el disfraz de partidismo político.

Dada que la capacidad de “fiado” de las pensiones y hoteles iba menguando, se crearon lo que llamábamos “repúblicas”, es decir: el alquiler de un piso o habitación entre varias familias. Comían, cuando se comía, en común y se dormía en los espacios que había en el suelo.

Para compartir la lejanía y la añoranza, se hicieron “peñas” donde se hablaba de todo, especialmente, de otros destinos -dependiendo de los visados-, de arte, de política…, de todo.

La más importante fue la de La Cafetera, no la actual en el Conde, sino, la de la Isabel la  Católica esquina Mercedes, donde, además, se jugaba Jai-Alai y a la que fueron integrándose artistas, escritores y poetas dominicanos.

Había que sobrevivir, algunos fueron a los pueblos como agricultores para recibir un subsidio ínfimo de las organizaciones del Exilio en el exterior y otros hicieron toda clase de trabajos y montaron talleres y negocios con lo que se pudiera, que no era mucho.

La ciudad era muy pequeña, los negocios –los buenos-, estaban en manos de los Trujillo, y algunas actividades como colmados, ferreterías, tiendas de calzados o ropa, eran manejadas en su mayoría por españoles de origen pueblerino, franquistas casi todos, y con la falange organizada que, sólo servía para impedir nuestras actividades y ponerse una camisa azul, de vez en cuando.

Las condiciones económicas y políticas del país hicieron imposible la permanencia de los refugiados. Se fueron a México, Cuba, y Venezuela mayormente y,  al poco tiempo, quedamos una cuarta parte de los que vinimos.

En mis viajes al exterior he encontrado a españoles que vivieron en la República Dominicana. Se les aguan los ojos al hablar de ello, aunque no sé si por los recuerdos o por la añoranza de su juventud.


Agosto 1998. Inédito.  Anotaciones para un libro.

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