Antonio Prats-Ventós. Búhos, Meninas e Infantas

Por Pedro Vergés

Toda la obra de Prats-Ventós es, en no escasa medida, el resumen de un doble proceso, el de la incorporación a un medio y el de la elaboración de un estilo, lo que, en ninguno de ambos casos, resulta cosa fácil. Lo primero le vino, por decirlo así, impuesto por la vida. Emigrado forzoso de la guerra civil española, hay que ver con qué fuerza le obliga este acontecimiento a sumergirse en un ambiente en el que todo, las piedras, las maderas, los colores, le resulta nuevo, incluso sorprendente. Lo segundo es el producto de una larga y ardua tarea de perfeccionamiento y de estudio cuyos inicios se remontan a la lejana década de los cuarenta. Primero fueron los duros años del aprendizaje, la familiarización con una gama de materiales de incomparable ductilidad, luego la consecución de las primeras esculturas inevitablemente figurativas, tropicales, más tarde el ahondamiento de ciertas concepciones que lo llevarían a definir de un modo más exacto su camino. Heredero de una tradición familiar que, al fin y al cabo, constituía su única base de sustentación en un medio que carecía de una tradición escultórica de importancia, Prats-Ventós se hace escultor prácticamente solo. Pero no me cabe la menor duda de que esa soledad ha contribuido grandemente a delinear los rasgos más específicos de su obra, que siempre se yerguen frente al espectador como un todo de formas indiscutiblemente suyas. Porque esa es otra, que lo mismo da que el escultor se enfrente al figurativismo como que busque el camino de una abstracción que, a partir de cierta época, lo acompañará siempre, o que mezcle ambas cosas y les añada, además, el marcado simbolismo que encontramos en todos los conjuntos creados por sus manos. En ningún caso deja de producirse de manera obsesiva aquella búsqueda, casi necesidad estilística de que hablaba al principio. Por otra parte, nunca se trata, en la de Prats-Ventós, de una escultura dominada exclusivamente por un deseo formal, por la pura abstracción, sino de una escultura también provista de una carga conceptual nada desdeñable. Es más, casi me atrevería a decir que este conceptualismo, este perseguir una idea, esta necesidad de darle forma al pensamiento, más que a una sensación, que caracteriza una gran parte de su obra escultórica, constituye una de las claves necesarias para llegar a comprenderla a fondo. Es eso lo que la convierte en una obra hecha de ciclos, de fases, de temas (elija el lector el vocablo que más le convenga) que el escultor persigue hasta el agotamiento. Esa tendencia, perfectamente recreable desde sus inicios, se acentúa a medida que el artista se siente más dueño de su propia técnica y puede, por lo tanto, permitirse el lujo de ciertas experimentaciones de esas que tan rápidamente hacen caer, y hasta rodar, a otros. “Meninas”, “Bosque”, “Selva”, “Búhos”, como antes figurativismo a secas, se trata en cualquier caso, al margen de la técnica empleada, de una consideración y de una representación plural de la idea. Como si ésta no cupiera en una sola pieza, como si los múltiples matices de su concepción le exigieran al artista una diversidad sin la cual no le sería posible expresar lo que desea. El último de esos conjuntos es el de los “Rabinos”, que continúa, por un lado, la tradición que acabo de señalar, mientras marca, por otro, una especie de retorno al figurativismo simbólico que desde las “Meninas” no había vuelto a asomar en su obra. La serie de los “Búhos” constituiría, es este caso, una transición. Salta a la vista ahora el predominio del volumen, el abandono de la sinuosidad de las líneas y de las oquedades a que tan acostumbrados nos tenía el escultor de la “Selva” y del “Bosque, la sobriedad, en suma. Todo como si Prats-Ventós intentara iniciar un proceso distinto y, al mismo tiempo, fiel a lo anterior.


Altos de Chavón. La Romana, R. D. Del 11 de diciembre de 1982 al 31 de enero de 1983. Impresión Amigo del Hogar. Santo Domingo, R. D.

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